martes, diciembre 28, 2010

Como pasos de baile - Fragmentos de varios autores

Su pie acarició imprevistamente, como nunca lo había hecho, el borde mismo de aquel escenario que hasta ayer había desgastado con sus zapatillas, y que hoy lo encontraba resbalando y estrellándose de bruces frente al público expectante  

Aldana

“Su pie blanco, cuidado y de uñas perfectas, acarició el borde de la banqueta tapizada en brocato color bordó que se encontraba al lado de la cama. El, lo tomó con delicadeza entre sus manos, lo retuvo largamente, lo besé y lo apoyó en el mismo lugar. “
 
Rosa

Su pie acarició, cayeron algunas piedras, el borde del desfiladero pero inmediata, instantáneamente se echó hacia atrás.
¿Valía la pena entrar en otro infierno peor que el que estaba viviendo?
Se alejó presuroso del bar, diciéndose: tengo que recomponer mi vida, empezar de cero”.

José

Su pie, largo, delgado, de delicada piel casi blanca, y con uñas rojas bien delineadas, acarició el borde de la cama como invitándolo, como diciéndole “acá se está mejor, vení a  buscarme”.

Carlos

Su pie de bailarín de salón con relucientes zapatas, asombraba por su desplazamiento con rítmicos pasos, acompañados con el movimiento de su cuerpo elegante y por su hermosa compañera de ropa bien ceñida al cuerpo a la que llevaba bien apretada, hasta que en un giro del baile, acarició el borde de su calzado charolado para hacerla entrar en un movimiento de cintura y de pies dignos de admiración, francamente, para el aplauso.

Rodolfo

“Encorvado, caminaba lentamente como en un movimiento de danza, cuando con un pie pateaba con fuerza, haciendo una mueca, sin avanzar gran cosa su pie acarició el borde del olvido pero sin las hogueras de la calentura en las tierras del estrépito…..”
Isabel

viernes, diciembre 17, 2010

.Lampadíaz, Fabiana Olea, Miércoles 17.30 a 19.30 hs

     La señora Díaz, siempre la primera en levantarse para preparar el desayuno familiar, cuando salió a buscar el diario encontró una nota pegada en la puerta de la casa, luego de leerla, asustada, se la mostró al marido, que atónito enseguida llamó a la policía, sin importar las consecuencias ante todo la seguridad de su familia. Se sorprendió por lo rápido que en la puerta de su casa llegaron tres patrulleros y dejaron dos oficiales de guardia en su propiedad, les prohibieron salir hasta que resolvieran el caso. El matrimonio Díaz y su hija de veinte años, eran prisioneros en su propia casa.

     A los tres días Jorge disfrutaba tranquilo de su delicioso desayuno mientras leía el diario, la nota de tapa lo llevo enseguida a la página diez…
Veinte familias de Mataderos aterrorizadas por una nota anónima:
“tus diaz están contados
bandoneón diaz, rufino diaz, y cucurucho diaz,
saldran de la carcel y serán tres”.
Los hermanos Díaz, condenados por el asalto millonario al Banco Provincia y homicidio culposo de ocho rehenes, luego de veinticinco años de condena ya no podrán salir por buena conducta. Aún no se comprende el motivo de los anónimos ya que el cuarto hermano, Jorge Díaz, alias Lamparita, fue hallado muerto dentro del auto que se incendió cuando trataba de escapar del asalto.
       Cerró el diario, fue hasta el balcón, encendió un cigarrillo y comenzó a reír a carcajadas, cómplice le habló al paisaje.
     -Esto confirma sus apodos, si no fuese por mi ni en la cárcel estarían, siempre tuvieron pocas luces, mandar anónimos a todos los Jorge Díaz que viven en Mataderos, sólo a ellos se les ocurre, se lo habrán pedido a algún delincuente que salió antes que ellos de la cárcel. No entiendo porque están tan furiosos, si todos los meses les hago llegar una mensualidad a sus familias. La voz de su mujer llamándolo lo distrajo…
     - Omar, apúrate que estamos listos y en dos horas tenemos que ir a la excursión de los siete lagos.
     - Ya estoy listo, princesa, solo estaba esperando que ustedes se levanten.
     - Es una lástima que nunca vayamos a pasar unos días a Buenos Aires, a los chicos y a mi  nos gustaría conocer tu ciudad natal.
     - Dentro de un tiempo tal vez, sabes que Buenos Aires no me trae buenos recuerdos.   
     - Eres tan lindo mi amor, una pena que mañana debamos regresar a Barcelona, San Martín de los Andes es precioso.
     - Cierto, pero el año que viene vamos a ir a la Polinesia, me toca elegir a mi y prefiero el calor y el mar.
     Salió orgulloso de la habitación del hotel abrazando a su bella mujer y a sus dos hijos, el conserje lo saludo amablemente.
     - Que pase un excelente día señor Lampadíaz – Jorge sonrío feliz.



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.Con la misma vara, Bárbara Benitez, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.


Los ciento cuarenta kilos pesaban en el alma, por gordura y desprecio materno. Las palabras de mi madre me ignoraban y odié ese cuerpo culpable de tal  indiferencia .Su gesto cálido nunca llegaba; aunque una caricia de compromiso  hubiera bastado, la piel brotada por pliegues lastimados la separaba de mí. El resto también se apartaba.
Si subía a un colectivo y ocupaba un asiento para dos, el otro quedaba vacío en medio de una multitud que mataría por uno. Soporté burlas en  el colegio, las salidas; a cada instante, todos los días.
Sólo para que se fijara en mí accedí a las operaciones decididas por su voluntad: cinturón gástrico, liposucciones, senos, cola y -ya que estaban- nariz. Recién entonces el beso de mamá llegó.
 De a poco me fui convirtiendo en un mutante de cabello rojo y ojos falsos que me dejaron sin visiones pudorosas, sin color ni luz; mientras las cirugías quitaban el excedente de latidos que manifiestan al corazón.
Venía de consultar al cirujano cuando, por una huelga de taxistas, obligada tomé el subte. Si bien al principio molesta, en él logré  cerrar los ojos y complacida apoyé la cabeza contra la ventanilla para disfrutar ese ahora de hermosura comprada. Hasta que al abrirlos la obesa mujer sentada en frente reflejó mi imagen;  el estómago dio una vuelta. Lo notó porque desvió la mirada.
Bajé en la primera estación. Salí  al exterior; busqué un bar para ir al baño en el que me miré al espejo una y otra vez, por largo rato.
Más segura me senté en una mesa de afuera. El mozo trajo el café pedido. Lo revolví despacio y en una de las ondas que la cucharita hizo volví a ver en el cuerpo de la extraña el mío. Recordé las humillaciones, las burlas. Supe lo que le estaría pasando; sentí lástima por ella.
Decidí dejar de pensar en su elección. Pedí una porción de torta light,  encendí el cigarrillo e hice un crucigrama.

Devanagari, Fabiana Olea, Miércoles de 17.30 a 19.30

     Obsesionada con el texto de Borges, “Tlón, Uqbar, Orbis Tertuis”, decidí investigar si él realmente estaba describiendo un mundo ilusorio e idealista o había podido verificar su existencia y lo había escrito para que solo algunos pocos pudieran comprenderlo y esos algunos pocos fueran conocedores y lectores de la Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917).
     Investigué en todas las bibliotecas y librerías antiguas con volúmenes de enciclopedias fuera de edición. Luego de varios años cedí antes de enloquecer y opté por dejarlo en manos de la causalidad, si era posible develar la verdad oculta tras el cuento, algún día la respuesta vendría a mí, cuando estuviese preparada para comprenderla.
     Un día de mayo, caminando por la Avenida Corrientes a eso de las siete de la tarde, mis pasos apurados se detuvieron frente a un cartel de madera colgado sobre la puerta antigua de un negocio en un subsuelo, decía en letras de estilo gótico “Devanagari” y debajo en pequeñas letras “solo abierto para quienes quieran entrar”. Baje las escaleras y observé alrededor, a mis costados paredes grises y gastadas, frente a mí la incertidumbre, detrás los pies desconocidos y apurados de la avenida.
     Despacio baje el picaporte y empuje, cientos de años escaparon en un bostezo; mi corazón latía ansioso, asomé la cabeza por la apertura y miré dentro del lugar, estaba tranquilo, pequeños faroles antiguos iluminaban el recinto de manera agradable e íntima; en incontables estantes de madera rústica reposaban miles de libros teñidos por el tiempo. Dentro del lugar, todo mi cuerpo se volvió un observador atento; el recinto era angosto pero su largo no tenía fin visible. Me dirigí a un pequeño escritorio, bello y de estilo desconocido ubicado en un costado, allí había un hombrecito vestido con traje de pana verde y fumando lo que parecía ser una pipa, levantó sus ojos del libro que estaba leyendo, me miró y sonrío, sus ojos color turquesa eran enormes para el tamaño de su cara y se escondían tras unas gruesas lentes sin armazón sostenidas sobre su nariz, su pelo era amarillo y su piel de color azul, su aspecto era sorprendente pero para nada intimidante ni agresivo, cuando habló su voz no salía de su boca, simplemente flotaba en el aire como una melodía:
     -No tenemos ningún volumen de la Anglo-American Cyclopaedia y mucho menos el que usted busca – mis años de obsesión despertaron, agregó – aún no es un volumen olvidado. Tranquilo y pausado continúo, disculpe la grosería soy un fifiriche, embajador de Devanagari, sígame por favor que la acompaño a sentarse al quijongo – me guió hacia una mesa con sillas que parecían un gran hongo invertido – para que comprenda mejor este sitio le voy a entregar un pequeño libro que contiene la información que usted necesita.
     Mientras se alejaba me senté y la butaca se acomodó a las formas de mi cuerpo haciéndome sentir que estaba sentada en una nube (si es que hay descripción posible), el techo era como un cielo cambiando de colores todo el tiempo, de repente azul, de repente rosa, otras como la aurora boreal, otras toda la vía láctea. El lugar no dejaba de sorprenderme, me di un fuerte pellizco para comprobar que estaba despierta, y si lo estaba, el moretón en mi brazo daría luego pruebas de ello.
     El fifiriche regresó con un libro en una de sus manos y una taza en la otra.
     -Le dejo aquí el oolito – dijo entregándome el libro – y espero que disfrute de esta sabrosa minoca mientras lo lee, apoyó la taza plateada sobre el movedizo quijongo y antes de alejarse agregó – cualquier cosa que necesite solo tiene que pensarme.
     La minoca tenía un aroma delicioso, irresistible no probarla, su sabor era único e indescriptible, perfecto a mi paladar, cada parte de mi ser disfrutaba de aquella bebida transparente a la temperatura ideal, no podía compararla con nada que conociera. Luego de disfrutar ese nuevo y delicioso elixir, me detuve en el libro de tapas doradas, en color azul estaba escrito “Oolito” y debajo “en pequeñas palabras la sabiduría de Devanagari”.
     Abrí el libro en la primera hoja y allí estaba la palabra Devanagari y su definición, ciudad creada desde el principio de los tiempos por los habitantes de Devana, primeros estudiosos del lenguaje en el universo. La ciudad está ubicada en todos los sitios y al mismo tiempo en ninguno, abre sus puertas a quien quiera entrar. Solo conserva los libros olvidados.
     Cambié de página, estaba escrito Oolito, libro que contiene y explica las palabras incomprendidas por el lector y visitante de Devanagari; no podía con mi sorpresa, abrí el oolito por la mitad, fifiriche: ser milenario, conocedor de todos los secretos de la ciudad de Devanagari, hay solo diez y son descendientes de los reyes de Devana. Cerré el libro y lo abrí en otra página al azar, apareció la palabra minoca: infusión energética de letras, palabras y textos necesarios para el organismo que la bebe. Antes de que pudiera lamentarme por haberla consumido toda el fifiriche estaba a mi lado dejándome otra taza del sabroso néctar, le sonreí agradecida, volví a mirar la misma  página y allí estaba la palabra quijango: recinto de lectura creado por el lector acorde a sus necesidades tanto físicas como intelectuales.
     Cerré el oolito y me quede pensativa, comprendí que me sería imposible encontrar allí algún libro o enciclopedia que estuviese en mi mente, como narra Borges respecto a Tlón pero a la inversa, en Tlón cuando se olvida un objeto simplemente desaparece, pero aquí en Devanagari, la gran biblioteca de libros olvidados y desconocidos, basta que alguien lo piense para que no esté aquí. Apoyé el libro sobre el quijongo y cerré los ojos un instante, cuando los abrí estaba frente a la puerta clausurada del subsuelo, me senté en el primer escalón frente a ella y observé la entrada sin vida. La ciudad de Devanagari ya no era desconocida ni olvidada por mí, por lo tanto no estaba. Me sentí triste, me hubiese encantado leer algunos de esos libros antiguos, fuentes de sabiduría milenaria y olvidada, a pesar de saber que irían desapareciendo a medida que los leyese.
     Suspiré mirando el espejismo de la nada, sobre mi zapato encontré un pequeño trozo de una hoja de diario, en el decía “todo a su tiempo”, sonreí cómplice y lo guardé en mi agenda.
     Mis dudas comenzaron a disiparse, si la Anglo-American Cyclopaedia no estaba en Devanagari significaba que alguien poseía un ejemplar. Mi teoría era cierta, solo tenía que encontrar al poseedor o poseedora de ella y ese volumen en particular.
    Con respecto a Devanagari, tal vez alguien me crea si estuvo allí y tal vez si tengo suerte pueda volver a entrar. De su existencia, no tengo dudas.

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Las gárgolas, Norma Gini, Miércoles de 17.30 a 19.30 hs

El casco de la Estancia de los Sarmiento estaba abandonado hacía años. La maleza que había sido benévola, dejaba entrever un pasado de grandeza, las fuentes, las estatuas y dos gárgolas en la galería con forma de cancerberos, que aseguraban que los muertos no pudieran salir y que los vivos no pudieran entrar.
     Decían en el pueblo que los Sarmiento eran tíos abuelos segundos del gran maestro, tuvieron siete hijos, seis varones y una mujer: Sarah, con la que crecimos juntas. Los mil metros que separaban ambas casas, eran nuestro campo de juego junto a flores y animales silvestres que venían desde el monte cuando Sarah asomaba su sonrisa.
      Eramos inseparables, excepto esos días, que don Sarmiento la castigaba por sus travesuras, encerrándola en un cuarto en el fondo de la casona.
      Vi partir a cada uno de los hermanos hacia la Capital..pude disfrutar de los colores de los peces de las fuentes, el aroma delicioso de las flores en primavera, vi sufrir la muerte de la Sra Sarmiento, vi crecer a Sarah, me ví crecer.
      Ya no jugábamos como entonces, Sarah se ocupaba de los quehaceres de la casa y de la artrosis de su padre, yo me fui a estudiar a la ciudad y volvía en los veranos donde teníamos largas y jugosas charlas. Mis ojos eran la ventana por donde Sarah conocía el otro mundo, el que deseaba conquistar algún día.
      Ya adulta, mis visitas se espaciaron hasta no volver más. Por aquellas épocas me enteré de la muerte de don Sarmiento, quien había dejado como legado colocar esas dos gárgolas en los techos de la galería pero nunca más supe de mi amiga.
      Decidí volver a envejecer en paz entre recuerdos y aroma de flores. La casa de los Sarmiento está allí suspendida en el tiempo. Algo, que no sé que es, me impide acercarme. La observo desde lejos, lo que me permiten mis ojos ya cansados. A veces alucino y veo en las noches de luna llena, la imagen casi desnuda de una mujer que parece deambular  por la antigua galería.

domingo, noviembre 14, 2010

Quién tiene trece margaritas deshojadas, Susana Tai Chi


En la base del cerro había un cantero de margaritas .Eligió una bien abierta y la arrancó. Lentamente mientras subía por el camino empedrado iba deshojándola y en la cima el último flotó hasta las aguas del lago, que frío y transparente, bañaba la playa desierta.
En la isla las flores adornaban el umbral que iniciaba la caminata .La segunda margarita se tentó con el paseo. Los pétalos se esparcían en las arenas mientras el sol caminaba con los visitantes .Al llegar al laberinto cayeron el resto, como lágrimas blancas indicando el camino de salida.
Navegaron atravesando un estrecho del lago donde los dos países se acercaban. Coronas de margaritas adornaban las islas flotantes festejando la llegada de la primavera. La tercera flor se desvanecía entre sus manos mientras degustaba el sabroso té en las casas de los isleños.
Entre las piedras del corte de ruta de los pueblerinos que reclamaban al gobierno central las condiciones básicas de una vida digna, una niña le regaló un ramito de flores, una de ellas, una margarita, la cuarta, fue la elegida. Al otro lado del corte un ómnibus los esperaba para continuar el viaje.
Cuándo llegaron no quedaban pasajes para el tren, esperarían al día siguiente para partir.
La plaza estaba de fiesta, llena de flores, las vendedoras de artesanías regalaban margaritas a sus clientes .La quinta se desarmó dibujando una sombra blanca de pedidos de amor.
El tren los recibió contento obsequiándoles valles, ríos y montañas a cada lado. Al subir le ofrecieron la sexta flor.  En el vagón sonaban los distintos idiomas mezclados en la euforia que los aunaba en esta experiencia casi mística. Entonces cada pétalo fue un deseo.
Caminaron hasta el hostal por las orillas del río que bajaba sonoro atravesando el pueblo. El recepcionista  le ofreció una margarita, la séptima. Un vaso de agua la mantuvo viva en su habitación. El libro en la mesita se pobló de su regalo blanco.
Fueron a las termas a tomar un relajante baño caliente y en los bordes de las piletas las margaritas rodeaban el lugar festejándolo. Arreglos de flores flotaban .Floreros invitaban a tomar una flor para sentirse integrante del entorno .Fue la octava que se deshizo en sus manos.
Su bastón de caminante la acompañó en el recorrido de la ciudadela de piedra .La novena margarita imaginó la historia que la guía les narró. Subieron, bajaron y descansaron entre las enormes piedras que duermen un sueño de otra vida.
Treparon hasta la puerta del sol, la décima fue la sonrisa de un viajero agradecido.
De regreso descansaron tirados en el pasto de una  de las terrazas. Una conocida ocasional dejó la undécima en sus manos como reflejo de su momento en común.
Bajaron hasta la entrada. Caía la tarde. La  rústica confitería fue muy acogedora con su café y sus tortas .La duodécima se estiraba en el florerito de la mesa.
Charlaron, esperaron y luego en el ómnibus de regreso, él le regalo la número trece.

domingo, octubre 10, 2010

Vendo zapatos de bebé, sin usar, Nelia Curone, martes de 14 a 16 hs

“Vendo zapatos de Bebé, sin usar”
Ernest, Hemingway


Este epígrafe me lleva a pensar en el valor de las cosas pequeñas, insignificantes. En este caso me referiré al cambio de significado por la presencia de la coma. Para entender mejor procederé a sacarla y entonces escribiré Vendo zapatos de Bebé sin usar, donde lo que parece fuera de uso es el Bebé. Pobrecito.

Este ejemplo de anfibología lleva a mi imaginación a pensar que el niño es una especie de objeto de descarte como lo serían sus zapatos a los que creemos todavía nuevos quizás porque tendría otros y le quedaron chicos sin haber dado un solo paso con ellos.

Esto me remonta a mis tiempos de docente en actividad, cuando les enseñaba a mis
alumnos un gracioso trabajo de Don Pedro Calderón de la Barca en el que cuenta que
un vidriero enamorado oriundo de Tremecén (Africa) ante el deseo de su amada de poseer una mona envió a pedir tres o cuatro a su amigo de Tetuán. El exceso respondía a su intención de halagar a su dama al brindarle la posibilidad de elegir su mona entre varias. Pero cometió un error y escribió 304, es decir que omitió el acento sobre la O, que la hubiera diferenciado del cero.

Imaginemos al Tetuanense corriendo como loco para conseguir semejante cantidad de
monas. Pero mucho peor debió haberlo pasado el enamorado que ante la llegada de
los graciosos e inquietos animalitos tuvo que ver como se destruía su negocio de frágiles
vidrios.

En realidad, muy irónico nuestro Don Pedro.

El autito azul, Leonardo Fernández

La puerta abierta, la plaza desierta bajo una llovizna fina que no moja mostraba en su camino el reflejo de las baldosas rojas brillando a su paso.
Estaba solo en esa cita inexplicable.
Jamás había pensado en una tarde gris; daba igual.  Justo en este día el mástil, añorando los colores de su bandera y la calida mirada de los niños mostraba su desnuda soledad, se acercó a el y apoyó su mano en el hierro frío e inexpresivo que se llevó su calor para siempre. Giró la vista y al costado, el recuerdo de su infancia estaba allí; en los juegos inmóviles.  El silencio sin música de la calesita y el caballo blanco preferido lo hicieron vacilar por un instante.
La mirada de Gardel y su sonrisa de cara a la calle Cochabamba, y  la tristeza de los indigentes bajo la autopista a solo algunos metros, son
imágenes muy fuertes que querría conservar y no podrá.
Le parece escuchar el rumor del último partido en el centro de jubilados.  Una idea le viene a la cabeza y aflora una sonrisa triste.

Salta la valla que lo separa de la calesita, acaricia el caballo blanco como acariciando los recuerdos y la tos seca le mancha los labios.
Elige un pequeño autito azul se sienta y cierra los ojos; ha decidido que sea allí.  
El día siguiente amaneció con sol, los niños extrañaron la música de la calesita.      

miércoles, septiembre 29, 2010

No puedo encontrar nada, Beatríz López Siritto

Saltó el botón de mi vestido azul y rodó por la vereda y a pesar de haber seguido con los ojos su recorrido se perdió en los recovecos de la calle y tuve que seguir caminando mostrando los pechos.
Se me ha caído una lágrima sobre el mantel cuando pensaba en vos y lo lejos que estás y se diluyó en la tela y no la pude rescatar.
Perdí la sonrisa hace mucho tiempo y mirándome en el espejo traté de recuperarla pero es imposible, ya no se dibuja más en mi rostro.
Se deslizó de mi boca un suspiro de dolor y como una bocanada rebotó en el aire y quise atraparlo con la mano y se quedó vacía.
No pude recordar el sueño que tuve esta noche que me hizo reír y despertarme feliz y cuando intenté memorizarlo se fue a algún lugar que no sé dónde queda.
Ya no se perfila en mi mente ese sentimiento que me hacía vibrar, que aceleraba mi pulso y cosquilleaba mi cuerpo, fue desapareciendo sin darme casi cuenta y no logro rescatarlo.
Estoy quieta, como dormida y no puedo desentrañar lo que me atormenta: el no saber en qué lugar se esconden las cosas perdidas.

Textos breves, Rodolfo Falchetti, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.

Sonido y silencio

Sonido de fiesta, silencio de muerte. Sonido que es música, silencio también. Sonido que enerva, silencio que calma. Sonido que apacigua, silencio que exaspera. Sonido familiar, silencio extraño. Sonido singular, silencio conocido. Sonido que trae recuerdos, silencio que permite recordar. Sonido melodioso, silencio que motiva. Sonido y silencio, palabras. No hay Hombre sin palabras. Palabras hechas de sonidos y silencios.

Trámites

Por favor sea breve dijo y sentí una frustración tan grande que callé para siempre.
Cómo explicarle con pocas palabras que había hecho esa fila tantas veces sólo para verla. Ningún trámite era verdadero; esperaba con paciencia y quería lograr al menos una sonrisa.
Me fui con los papeles en la mano.

Final

Recóndita armonía. Sueño renovado. Dolor renacido. Nada servía para saber como reaccionar ante la visión después de tantos años.
Crucé la calle tras ella sin mirar y todo terminó. Nunca más la ví.

Volver a casa, Leonardo Fernández, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.

No pudieron ni podrán, encerrar más que mi cuerpo. No existe el tiempo, no importa el tamaño del lugar que habito, el silencio es mi amigo y la oscuridad mi sosiego. Con ellos vuelvo cada día a mi barrio, mi vida y mi casa. Me sostiene la esperanza, la fe en mi gente y la lucha diaria de mi cerebro contra el olvido.
Algún día volveré a recorrer mis calles, a saludar afectos, a contar una por una las baldosas que me acercan a los míos.
¿Qué podré decirles cuando llegue, perdón por haberlo hecho?¿ por amar demasiado?
Sé que es mucho el tiempo que pasó, imagino la angustia de no poder hacer nada por mi. Me sostiene la imagen de ustedes, el olor a pan tostado que escapa de la cocina de mi vieja y revive mis sentidos.
Podría vendarme los ojos y sin embargo encontrar el rumbo con sólo aspirar por la ventana. Quedarme sin oír, y el rumor de chicos que vive en mi cabeza me llevaría a destino.
A pesar de todo no he perdido la voz que la nombra a cada instante, y que grita mi agonía al recordar .
No supe crecer como querías, pero estoy aprendiendo en el dolor de cada día.
Hoy me permitieron salir al patio, solo me dieron una inyección. Los médicos dicen que me estoy poniendo bien, sin embargo el sol me ciega, el viento me lastima la garganta y no soporto el chillido de los pájaros. He tocado la tierra con las manos, es áspera y no tiene buen sabor.
Extraño el mundo que he creado, la pálida luz que entra por la pequeña ventana.
En el silencio de mi lugar y la frialdad de sus paredes, nada me distrae, puedo regresar tantas veces como quiera a la casa de mi vieja, sin pedir permiso y sin este sucio y maloliente uniforme.
— ¡Se acabó el recreo!— el enfermero da por terminada lo que él cree ha sido una fiesta.
Pobre hombre está condenado a soportar: el sol, el aire, el ruido y la libertad vigilada que le impide soñar y además… ¡cree ser feliz!
Me llevo de recuerdo un lápiz labial que encontré en el patio, está casi entero. Seguro que me servirá esta noche, para dibujar la puerta de mí casa.

La mujer de chocolate, María Angélica Larocca, martes de 14 a 16 hs

Cuando me invitó a cenar acepté enseguida. Había esperado durante mucho tiempo ese encuentro. Un sin fin de veces me había preparado en vano. Hoy era el día y lo iba a aprovechar.
Nos conocimos en Bali hace años. “El chocolatinero”, como le decíamos en los noventa, había mutado en un maduro hombre de negocios sobrio e inquietante. El reencuentro en Bali no hizo más que avivar el fuego que, a pesar de los años, me consumía. No quería que lo notara .Al fin y al cabo me había dejado colgada.
La magia del lugar, los colores, aromas, sabores, todo hacía propicio el encuentro que tardó en concretarse.
Era el momento. Toqué el timbre. Al abrir la puerta un perfume a madera de cedro dulce con un poco de curry y sándalo me invadió.
El cuarto espacioso y despojado. Un sillón, una mesa, moquette ,dos luces tenues y todo el chocolate del mundo acomodado sobre dos bandejas de plata apilados en forma de pirámides. Lucían crocantes de almendra ,corazones de fondant ,erizo praliné con trocitos de almendra bañado de chocolate negro ,cubanitos ,chocolate en rama ,pétalos de chocolate y trozos de cacahuete acaramelado, gajos de frutas, troncos de chocolate blanco con sabor a coco, mazapán, nougat y mil variedades perfumadas y brillantes. Bocados pequeños formas arbitrarias, papeles fosforescentes a medida que el olfato se acostumbraba el aroma dulce se iba tornando por efecto de las esencias en un amargor picante .Los sentidos colapsaban. Lo que primero perdí fue la voz .Se dio cuenta, apoyó una mano en mi hombro mientras me acercaba con la otra un pétalo de chocolate casi transparente.
Probá, me dijo.
Apenas rozó mis labios se deshizo en una mezcla con gusto a piña y azafrán. Al tragarlo acidez y dulzor me invadieron .Me sentí florecer como un brote .Confundida me dejé llevar hasta el sillón , Me recostó y comenzó a desvestirme .Cuando estuve desnuda acercó una barra de chocolate contundente y gruesa de un color marrón muy oscuro y brillante ,uniforme ,sin ningún tipo de mácula ,burbujas o hendiduras. Despacio fue recorriendo mi cuerpo. La piel respondía a esa caricia firme y nada pegajosa . Con el calor de mi carne la barra se iba deshaciendo y pequeños trozos quedaron adheridos a mis centros neurálgicos de excitación.
Mis sentidos embotados estallando de gozo. Quería disfrutar. El se detuvo .Se puso de pie y se alejó .Temblé .Me sentí abandonada .Cuando volvió traía una jarra de porcelana. Antes de que me diera cuenta me empezó a cubrir con el chocolate más fragante y tibio que pudiera imaginar. A medida que se enfriaba se secaba sobre mí como una cáscara.
Podría comerte, pero todavía falta, quiero que seas mi mujer de chocolate, dijo mientras acercaba las bandejas .
Apagó las luces y encendió las velas. Se arrodilló a mi lado y comenzó a darme de comer pequeños bombones. Se disolvían en mi boca fácil, sin rastro alguno de granulosidades. Entretenida degustando esos sabores casi mágicos no me di cuenta que me iba cubriendo con el resto de las confituras. Para cuando caí en la cuenta dos, tres cien luces me cegaron. Todo pasó tan rápido que no me animé a moverme.
La cámara que disparaba el flash secó hasta la última gota de erotismo. Él seguía gatillando yo necesitaba gritar, pero no podía estaba atragantada incapaz de moverme ni de pensar.
Te quiero en mi campaña, sos la imagen a nivel mundial, afirmaba
Seguía invadiéndome con los fogonazos de la máquina nada podía detenerlo.
El fuego interior salía y yo ardía de bronca y odio. Tomé fuerzas, me levanté con tanta violencia que una oleada de chocolate brotó de mi cuerpo inundando todo el salón. Ni en ese momento la cámara se detuvo. Mi asombro y el descontrol furioso también eran útiles para su campaña. Humillada juntando como pude las ropas huí.
Él no hizo el menor intento por retenerme.

miércoles, septiembre 15, 2010

Los muchachos de antes no bailaban cumbia, Héctor Guetufian, miércoles de 17.30 a 19.30 hs.

En la radio todas las señales decían lo mismo. Cómo se las ingeniaba el asesino de músicos de cumbia para que no lo atrapen. Los mataba con una puñalada tras los conciertos y desaparecía sin dejar rastro. Debatían sobre la edad que podía tener; si se encontraba en libertad condicional o era la primera vez y si se merecería cadena perpetua o pena de muerte. No faltó quien recordara a otros asesinos en serie y desembocaban en la asesina de músicos de tango.
Citarla fue inevitable. Cincuenta años atrás una mujer hacía exactamente lo mismo en las tangueadas. No la atraparon, dedujeron el sexo porque descargaba más de veinte puñaladas a sus víctimas, un hombre hubiese utilizado una.

Sacada de quicio los trató de aficionados e insolentes. Aficionados porque era insostenible la hipótesis de si era mujer u hombre por matar así o asá. Insolentes porque había ocurrido hacía cuarentainueve años.
Sentada frente a la máquina de coser veía como la aguja perforaba rápidamente la tela. Más tarde la dejó caer una única vez. Pendulaba estas dos acciones como quien demostraba una teoría.

Sin título, Alejandro Crimi, miércoles de 17.30 a 19.30 hs

Apoyo la mano en el lomo del río. Y con el movimiento se expande y contrae (animal) en pequeñas madejas de espuma rubia. Un gato gordo abriéndose manso a la caricia.
Al rato hundo la mano, como si le estuviera (te estuviera) arrancando las tripas. Aprieto y descubro el albor de una sonrisa (mi sonrisa) sobre el tipo que se refleja en el agua. Siento la piel al filo de perder el estado de impermeabilidad, pero ya no importa. La saco y la vuelvo a hundir con más furia. Hasta con un ramalazo de odio. Enseguida descubro que el río no tiene nada que ver con vos. Suelto los ojos, el alma, hasta hacerte desaparecer. Hasta dejar que se cierre el pequeño hueco que dejan mis dedos al salir. Sin embargo la imagen (intuyo que es la mía) persiste en la base del agua. Le escapo, la parto pero sigue ahí. Los ojos mudos, la boca plana, el hoyo al costado de la nariz. Debo ser yo, entonces río o lloro, (en este punto el dolor es el mismo). La estupida expresión de haber dejado escapar el tiempo al lado tuyo. Te odio y me aborrezco por ello. Porque no lo mereces. Ese o cualquier otro sentimiento es mucho para vos. Entonces lo dejo ahí, en la superficie, lo rompo una vez más, lo tomo en forma de agua y me lo pego en la cara. Todo cae en míseras tiritas de agua y ya no hay nada que me haga pensar en vos. Ahora huelo a río, (soy río). Lo llevo en la mano derecha, que coincide con la manija del acelerador. Aplasto el agua, con la espalda de la lancha, reboto en el vientre inflado. Y todo es agua y río. Con las espinas de la velocidad metiéndose de lleno en los ojos. Expandiendo los huecos de la nariz hasta dejarlos ardientes. Curiosamente recién ahora pienso en Panigutti, en Soria, en la estúpida sonrisa de la Gladis. Atendiendo a los viejos desde el mostrador. Aguantando el bollito de dos pesos de propina y en el mismo acto metiéndose la puteada en el culo. Sumando bolsas de odio. Poniendo la cara a la miseria del sueldo. No hay ninguno de nosotros que le escape a eso. A las doce horas de mostrador, al olor a viejo, a la mugre injusta. A la envidia que juntamos cada día al ver al director bajando del auto importado. Se que hoy debiera estar ahí. Comiendo los ravioles, con EL Pocho y Tuqui. El olor a grasa en el pelo, en la ropa, en las mesas del “águila”. Tuco y pesto por quince pesos. Y la acidez gratis. No hoy no.
Aflojo la velocidad solo porque estoy perdido en la conciencia. Y es el río el que me aleja de todo eso. La lancha es solo una excusa. Apago el motor y dejo que la corriente me arrastre. Empale de uno todos los pensamientos ajenos al río. A su color. A la blandura del sol arremangándosele sobre el lomo. Entonces no me queda más que apretar los ojos. Pertenecer a ese rato de felicidad, hasta que la conciencia me lleve otra vez a verte la cara. A la indiferencia, a tu cama fría y oscura.

Rita, Alicia Sabella, lunes de 14 a 16 hs.

Dejo atrás la avenida y camino por el callejón. Aprieto el pucho entre los labios, mientras mi mano en el bolsillo estruja la carta que recibí desde Chivilcoy.
Bastaron unas líneas para que mi hermana me contara la enfermedad de mamá. Entonces un sentimiento postergado me asalta de golpe, la extraño y no quiero perderla.
Hago un inventario rápido de mis ahorros, tal vez me alcancen para un pasaje de ida. Me siento desvalida.Desde hace tiempo mi relación con Rudy se volvió difícil. Enojos, gritos, reproches y mi sensación de fracaso.Escucho las excusas atolondradas, pueriles, falta de trabajo, vergüenza porque se sostiene con mi dinero. Sin embargo las ausencias prolongadas y su desamor descubren lo que está oculto.
Entro en el teatro por la parte trasera, empujando la puerta que custodia el Turco. Un vaho impuro satura el pasillo mal alumbrado. El público espera.Conozco ese desfile de rostros trasnochados, percibo cada gesto, cada voz, aunque desaparezcan entre las luces tenues y el humo enrarecido.
Al comenzar la música, me muerde el miedo. No quiero pensar.
Vamos, Rita, hacé de cuenta que estás sola, me dice Gilda.
Bajo la escalinata envuelta en una capa brillosa. Un temblor me detiene.
Dale, piba, me apura el Turco.
Sonrío. Empiezo a deslizarme con gracia aprendida, me reciben silbidos y gritos. Los movimientos fueron ensayados calculados, pero deben tener la apariencia de únicos y espontáneos. La jauría de mirones se entusiasma. Una duda no deja de acecharme: ¿Será grave la enfermedad de mi vieja?
La melodía sensual se articula con mi cuerpo, me acompaña con su cadencia y respira a través de mi piel maquillada. Al descuido, lentamente, dejo caer los breteles del corpiño que vuela por el aire haciendo piruetas. De espaldas al público, oigo las respiraciones agitadas y las palabras groseras ¿Cómo será la vida sin Rudy?
Los enfrento, desafiante. Aúllan de placer, tratan de llegar con sus manos ávidas y el Turco vigila. Suelto la falda sedosa que flotando entre susurros se demora en la caída. Estallan los alaridos, aplauden, se descontrolan. Un haz de luz azulada me encandila y tengo frío.

lunes, agosto 23, 2010

Levante a la antigua, Carlos Merlino, lunes de 14 a 16 hs

Primavera: árboles y plantas con verdores nuevos. Sol deslumbrante pero no agresivo. Paseando, mirando, todo parece nuevo, recién estrenado.
Es sábado de tarde e Iñárritu fue a caminar a Puerto Madero. Pasó por el Yacht Club, el Museo de Amalita, los restaurantes, los hoteles, el Puente de la Mujer, vio gente por todos lados.
Para las seis de la tarde está cansado y se quiere volver. Se halla a la altura de la avenida Belgrano y va a dar un último vistazo al imponente Hilton hotel. Luego la salida hacia Paseo Colón.
En la parada del ciento once estaba delante de él. Podía divisar los claritos en su cabeza, la tez blanca de su cara. Campera, pantalones deportivos, zapatillas anaranjadas. Aspecto de piba, años de veterana.
Subieron y ocuparon los dos asientos del fondo que quedaban libres. Codo contra codo. Él iba hasta Villa Pueyrredón, viaje de cuarenta y cinco minutos mínimo.
Cuando después ella levantó el brazo derecho el codo izquierdo de él se clavó en la última costilla de ella y ahí se quedó. El traqueteo del ómnibus favorecía el movimiento de su brazo. No creía que no sintiera que con la punta de su brazo le contaba las costillas. Uno, dos tres, tres dos, uno. Ella miraba el paisaje por la ventanilla.
Después, despacito, colocó su antebrazo derecho sobre el codo de él, y entonces el movimiento fue un todo combinado: antebrazo, codo, costillas. Se estaba bien así. Cuando cruzaban Scalabrini Ortiz ella levantó el brazo para acomodarse el cabello. Luego lo volvió a bajar y se dio vuelta. Con su mejor sonrisa le dijo –disculpe, ¿sabe si falta mucho para la avenida Elcano?. –Bastante- le dijo-si quiere le aviso. –Cómo no- contestó.
Ahora el codo de él había bajado y estaba a la altura de la cadera, que no era muy exuberante pero tenía lo suyo. Y lo mejor era que no se movía para evitar, para eludir esa punta de lanza. Imperturbable, observaba muy interesada el paisaje.
Cuando se acercaban a destino Inárritu le dijo –para la avenida Elcano son dos paradas- siendo correspondido por una sonrisa deslumbrante y un ¡gracias! modulado como los dioses. Como con desgano ella se prepara. Se levanta sin ningún apuro pidiendo permiso y luego dispara: -buenas tardes-. –Que le vaya bien- dice Iñárritu. Después se levanta y va tras ella. Se bajan los dos y él deja que se adelante veinte pasos. Al llegar a la esquina dobla a la izquierda y a poco se detiene ante la puerta de una casa que tiene sus años.
Levanta el bolso para sacar llaves y ahí él cae en la cuenta de que la pregunta sobre dónde había que bajarse fue verso. Eso lo animó a apurar el paso y acercarse. Ya a su lado le dice –me pareció que…- -¿qué le pasa? dijo ella reconociéndolo. Y luego ¿está loco, cómo me siguió? pero sin mucho énfasis. –Vamos, nena, sólo un ratito- Ella hace como que no sabe qué decir y coloca la
llave. –Bueno, pero sólo un ratito ¿Toma mate? Entran al pasillo, en el que caen las últimas luces de la tarde. –Si lo hace usted, seguro que sí- contesta, y luego ¿va llegando el calor, no?-Una no sabe qué ponerse en esta época.
Mientras abre la puerta del PH se oye el inquieto ladrido de un perro. Al entrar ellos se deja ver: es un cuzquito que olvida el ladrido y los saluda moviendo la cola, contento de ver gente.

viernes, julio 30, 2010

Las calles, Leonardo Fernández, Miércoles de 17.30 a 19.30 hs



Las calles extrañan el rumor de los paseantes, las pequeñas cosas que suceden cada día. Por las noches las paredes, sus amigas,  guardan los sonidos para recreárselos en las frías madrugadas de invierno. Las calles extrañan las voces de los artistas callejeros, la presencia de sus artesanos y el raro parloteo de una babel de idiomas.
Les gustaría,  estoy seguro, que todos ellos se quedaran esperando el crepúsculo y la llegada de la luna y las estrellas. Les contarían cuentos de borrachos y enamorados escondiendo su pasión en los portales;nacimientos en pleno día, los sollozos de los niños desamparados con una frazada mugrienta cubriéndolos  en la entrada de los subtes.
Extrañan el bullicio de los alumnos a la salida de la escuela, las palomas en las cornisas y su voracidad con las migas de pan que los  jubilados esparcen para tenerlas un rato como compañía. El sol y los colores de la gente y las vidrieras que encandilan a los chicos con ofertas de juguetes imposibles de comprar.
L a noche cae, sin embargo el día hace el esfuerzo todavía por quedarse un rato mas acompañando a sus amigas, sabe de su soledad,  del inútil buzón colorado con su boca siempre abierta incapaz de decirles nada. Sabe que una vez más intentarán comunicarse con el gato negro de andar sigiloso y desconfiado. Intentarán con el viento, al que nunca logran entender porque pasa muy rápido.   
Tratarán de mantener el calor del día para la gente que necesita abrigo, para los que no tienen nada. A ellas sólo les queda esperar el primer rayo de luz anunciando el nuevo día.

jueves, julio 29, 2010

Aliteraciones, Ruth Moguilner, martes de 14 a 16 hs

El cante hondo retumbó en las guitarras incendiadas de amarillo. El torna-torna, danza y zapateo de caireles, cascabeles tintineantes, eslabonados con golpeteo de tacones, pulseras y palmas, zarandeaba las faldas.
El aire, pesado, irrespirable por tantos alientos aguardentosos.
El Moro acarició su reciente cicatriz de oreja a oreja, consecuencia de un balcón de mujer, encerrada, obligada al silencio,  a los almohadillados escarpines de satén,sobre las alfombras de terciopelo.
A través de los bailes y cuerpos contorsionados, los hombres adivinaban los sueños de las hembras con el corazón prohibido, deseosas de encuentros temblorosos con galanes de dientes blancos y faja ajustada.
El Moro, pensó en su propia mujer, infiel de pensamiento; rugió al tirar las copas y botellas, y apretando su daga, corrió hacia la habitación, donde sólo entraba un hilo de luz a través de las celosías caladas

La maldad, Haydeé Medina - lunes de 14 a 16 hs

Había una montaña de tierra mezclada con raíces rotas del árbol de la esquina. Miré bien donde apoyar los pies porque la tapa de la alcantarilla estaba rota. Alguien superpuso los fragmentos para taparla en parte. De todas maneras se veía el agua estancada en el fondo, como la inminencia de un peligro.
Estaba en Salta y Bolaños esperando el colectivo 295 que me llevaría a la estación Lanús. Era el mediodía de una jornada calurosa. El colectivo nos sometía a una espera interminable. El único que circulaba por esa calle. Un raquítico árbol alguna sombra nos proporcionaba a los vecinos.La calle desierta. El calor avanzado. La mirada perdida. La mente embotada en la suma del todo.
Miré al sumidero. El agua oscura en el fondo tenía reflejos. Se movía. Hacía círculos. De pronto algo emergió. Un esbozo de algo. Pensé en un cocodrilo, porque tenía ojos amarillos, grandes. De un zarpazo veloz atrapó mi pie, me había acercado demasiado. Vi sus ojos muy cerca de los míos y sentí que todo mi cuerpo, como un pescado ondulante, se deslizaba a ese cubículo resbaladizo hacia profundidades negras y asquerosas.
Nadando en ese espacio y mientras me movía, veía las paredes con colgajos malolientes que se prendían a mi ropa. Pedazos de basura engrasada se adhería a mi piel, a mi cara. Paredes blandas de mugre que ennegrecían mis uñas.
En un momento vi la boca enorme de un caño maestro que traía la descarga de los deshechos. Líquidos de todas las casas. Me sumergí en ese torrente, en esa ola gigantesca y oleosa, con burbujas que explotaban y llenaban mis ojos de basura, impidiéndome la visión.
El ímpetu del oleaje me devolvió a la entrada. Aunque mis dedos resbalaban y las uñas se rompían, en la desesperación logré asirme al pedazo de loza que asomaba y trepé.
Conseguí estar parada, de nuevo, en la vereda. Chorreante, sucia. Impregnada de todos los despojos blandos y desmenuzados de la cloaca.
Y allí venía el colectivo 295. Lo paré. Subí. Al sacar el boleto noté mis manos barrosas, con larvas que se movían. Dejé que se fueran yendo en los pasamanos y en los bordes de los asientos. Apreté mi cuerpo, al pasar por el pasillo, contra los cuerpos de los pasajeros que viajaban parados. Me enrrollé, giré la posición y pude limpiarme, al menos superficialmente, de todas las miserias que llevaba encima. Apoyé las manos sobre los hombros de una camisa celeste y dejé huellas notables gris oscuro.
Me acerqué a una ventanilla abierta. Corría la brisa. Cuando el colectivo tomó velocidad, después de una parada, sentí que mi cabello húmedo comenzaba a ondear, secándose.
Y con ese viento, pululó en el ambiente cerrado, el tufo, la contaminación y la suciedad.
Observé que algunos cabellos se desprendían y tenían un bulbito en cada extremidad. Allí estaba mi ADN vagando libre por el aire.
Llegamos a la estación Lanús. Bajé blanca, pulcra, pura, nívea.

miércoles, julio 28, 2010

Silvia Fabiani, Textos invertidos, martes de 14 a 16 hs

LA BORRA DEL CAFÉ Texto original

El pequeño remolino absorbe la mirada fija, se detiene la
cuchara y el líquido travieso sigue girando mientras me introduzco por el frágil túnel de los recuerdos.
Océano celeste, agua pura, esa, por donde navegué sin fronteras, me perdí en inhóspitas selvas, naufragué tantas veces, hasta que la razón extendió su barrera de acero e impidió tu avasallante paso.
Tiempo sin tiempo, este que se adueña del alma sin permiso, nos cautiva en el espacio de los sentimientos.
Fragilidad humana que desciende hasta las zonas abismales, pero también se proyecta como un misil irrefrenable impulsado por el amor que lo sustenta.
Esos ojos, tus ojos que me miran desde el fondo oscuro de la borra de café, ahuyentan luminosos, a las sombras que a veces sobre mí se abalanzan, me salvan del abismo y en silencio me alientan.

LA BORRA DE CAFÉ – texto invertido

Océano celeste, agua pura, esa, por donde navegué sin fronteras,
me perdí en inhóspitas selvas, naufragué tantas veces, hasta que
la razón extendió su barrera de acero e impidió tu avasallante paso.
tiempo sin tiempo, este que se adueña del alma sin permiso,
nos cautiva en el espacio de los sentimientos.
Fragilidad humana que desciende hasta las zonas abismales,
pero también se proyecta como un misil irrefrenable impulsado
por el amor que lo sustenta.
Esos ojos, tus ojos que me miran desde el fondo oscuro
de la borra de café, ahuyentan luminosos, a las sombras
que a veces sobre mi se abalanzan, me salvan del abismo
y en silencio me alientan.
El pequeño remolino absorbe la mirada fija, se detiene la
cuchara y el líquido travieso sigue girando mientras
me introduzco por el frágil túnel de los recuerdos.

Otra versión: (Adriana)

Esos ojos, tus ojos que me miran desde el fondo oscuro
de la borra de café, ahuyentan luminosos, a las sombras
que a veces sobre mí se abalanzan, me salvan del abismo
y en silencio me alientan.
El pequeño remolino absorbe la mirada fija, se detiene la
cuchara y el líquido travieso sigue girando mientras
me introduzco por el frágil túnel de los recuerdos.
Océano celeste, agua pura, ésa, por donde navegué sin fronteras,
me perdí en inhóspitas selvas, naufragué tantas veces, hasta que
la razón extendió su barrera de acero e impidió tu avasallante paso.
Tiempo sin tiempo, este que se adueña del alma sin permiso,
nos cautiva en el espacio de los sentimientos.
Fragilidad humana que desciende hasta las zonas abismales,
pero también se proyecta como un misil irrefrenable impulsado
por el amor que lo sustenta.

María Angélica Larocca, Qué hacen las calles cuando nadie las transita, martes de 14 a 16 hs.



Pasó el torbellino. Las calles sin transeúntes,  sin coches y sin bullicio descansan, se desperezan somnolientas. Eso les dura un momento, después conversan en susurro para que nadie las oiga.  El problema es cuando  desde la esquina quieren hablar con la mitad de cuadra.  No pueden gritar para no despertar sospechas.  Qué es ese ruido se preguntaría la gente.  Los desvelados asomados a las ventanas o a los balcones aguzarían el oído.  Entonces adiós a la magia, se acabó el juego.
Por eso resolvieron mandarse mensajes, oleadas de palabras deslizándose con cuidado para no caer en un pozo o no tropezar con las veredas rotas pues ahí el mensaje se interrumpe o llega entrecortado como ya ocurrió una vez.
Otro tema son los cordones. Fríos indiferentes permanecen aislados, rudos y malhumorados no quieren saber nada, es más cuando pueden se interponen violentos. La vez del gran lio colaboraron con su mala onda y se produjo una confusión de aquellas. Que Ayacucho Milcuatrocientos escuchó todo lo que pasa entre Milcuatroveintiocho y Milcuatrotreintidós. Hay romance. Y no era. Despertando los celos de Milcuatrocuaretiuno que si era. El enredo fue tal que los involucrados estuvieron a punto de arder en gritos. El coche de algún juerguista pasó echando chispas y el asunto se detuvo pero, el tiempo que llevó que se acabara hizo que esa noche Pacheco de Melo quedará incomunicada. Peña se coló porque era testigo del verdadero romance, pero como se hacían tareas de bacheo solo pudo mandar una onda débil a ras del cordón y,  cuando llegó,  era tarde,  estaban todas contra todas.
El sexo es el tema más frecuente. El contacto de autos, camiones, colectivos, personas, manifestaciones, piquetes, caminando, corriendo, saltando, marchando lo exacerba. Es que les calles se sienten tocadas excitadas.  Durante muchas horas son acosadas por hordas de neumáticos y de pies. Se tienen que contener y, por eso a la noche, bueno, alanochepasadetododetodooo.
Las calles necesitan descargar tanta adrenalina, quieren jugar, ser mimadas y no solo poseídas.
Se expresan como solo pueden hacerlo, con olas. Son olas pequeñas  que corren veloces de la vereda par a la impar y otra vez de la impar a la par sin interrupción, solo se detienen cuando aparece alguien, se vuelven lineales para disimular.
Las calles cuando nadie las transita tienen sexo. A veces es tan alocado que por la mañana aparecen baches que no estaban el día anterior. La cuadrilla los arregla y, PÚMBATE, otra vez roto.
Las calles, en especial las del centro de nuestra ciudad, de noche cuando nadie las transita, son una bacanal de sexo y lujuria.
Quedan exentos los pasajes, nacieron y morirán como pequeños traviesos,  muy juntos, amuchados no ahí no pude pasar nada. Lo mismo pasa con las calles empedradas. Esas por viejas.
Quisiera poder confiar esto a las autoridades y a la gente. No puedo. Si supieran como se ríen cuando los oyen protestar. Son recuerdos de noches llenas de locura, quisieran decirles. Intenté hacerlo con el auto importado que rompió el tren delantero en Córdoba y Pueyrredón. Hágale entender a la señora que metió el pie en una hondonada en Santa Fe y Thames y luce un yeso hasta la cadera. Todo esto las preocupa pero no pueden dominarse. Queselevaser.
Han intentado parar las olas Hasta dejaron de comunicarse para evitar el oleaje. Entonces aparecía alguna callecita en el norte, en el sur en cualquier rumbo de la ciudad, quien creyéndose impune se atrevía a mandar un movimiento suave, apenas perceptible y al rato era una tromba. El roce. El roce. Lo que nos pierde es el roce. Es imposible evitar que nos rocen, nos caminen, nos corran.
Por eso nuestra ciudad aparece tan caótica, tan fuera de límites.
Las calles tienen un tiempo en que sí o sí piensan o hablan de otra cosa. Los días de lluvia se preocupan. La que  no desborda es un lodazal y son conscientes que cualquier movimiento puede desatar un cataclismo peor al que viven. Aisladas, transformadas en ríos sólo pueden esperar
El tema de las avenidas se arregló de acuerdo a las circunstancias. Ahí el sexo es rapidito. Nunca están vacías. Siempre algún que otro coche pasa. Igual se las arreglan
Ah, las calles de los barrios alejados, de casas bajas, serenas, ésas son unas mojigatas. Mejor de ésas no hablar, Ordenadas. Sólo algunos chicos jugando a la pelota. Una línea de colectivo. Los autos de los vecinos domingueros. Poco roce. Pequeños escozores que reprimen.  
Esas calles  se aburren, se cuentan chimentos, se critican. Ésa no está tan limpia. Qué desordenada Virgilio. No pasó el barrendero por Pola. Antiguas, sin vida, se adormecen en siestas eternas. Las de Parque Chas, cortas, se divierten inocentemente con la confusión que genera su trazado.
Cuando nadie las transita,  las calles viven, cada una a su ritmo y modo.

miércoles, julio 14, 2010

Como se vuelve a casa - Susana Taichi


No sé cuál es el camino.
Suena melódica la música en el silencio.
Quiero volver a casa y no sé cómo.
Puedo sentir que estoy lejos.
No sé como llegué acá.
Miro alrededor y me invaden sentimientos confusos.
Recuerdo aquellos días en el tibio otoño.
Camine mucho. Ha pasado tanto tiempo.
Algo me dice que no hay retorno.
Grita mi dolor tantas veces acallado. No puedo ahogarlo más.
La herida de su partida había sido para mí muy importante.
Perdón. Tuviste que irte para acercarte.
Aprender .Ese  largo y árido desierto.
Muchos sueños mueren.
La búsqueda es una película en cámara lenta.
No encuentro la alegría.
Los minutos caminan con lentitud excesiva, el tiempo perdió su urgencia.
Volver tiene sentido
Llenos de hojas  los árboles bordean el sendero.
Te espero deseando tu llegada.
Extraño tanto.
No llores por mí.
Busco y no descubro tus pasos de regreso.
No sé cómo pero sé que voy a volver.
Cuándo te encuentre reiremos juntas.
Y vos me dirás como se vuelve a casa.