martes, noviembre 21, 2006

Integrante: Alicia Zlotnick Textos: Autobiografía / Siembra, siempre Curso: martes de 14.30 a 16.30 hs

Autobiografía


Yo quería recorrer un camino ilusorio pero sin espinas. ¿Volver atrás?. No – Sólo saber por qué ella (la casa) aparecía misteriosa y sin sentido ante mi, siempre.
Cada vez que quería escribir un temblor atrapaba mi cuerpo y la veía. Me mostraba su fachada frente a la vereda desde donde yo la espiaba. Dos paredes blancuzcas, marcadas como si hubiesen sido de piedra pulida, y en el centro una puerta angosta de hierro negro, bien pintada.
Cuando logré cruzar la calle para verla de cerca no podía creer lo que estaba por hacer: sólo apretar el picaporte entre mis dedos, bajarlo y entrar. Un pasillo, más bien un pasadizo, me llevó hacia una puerta cancel: los vidrios estaban cubiertos por cortinas de macramé muy claras. Y yo seguía sin ver el interior.
Sin voces, sin personas, la casa había concebido un misterio, quizá impenetrable. Un gigante: no sabía si era un Goliath o un tesoro fabuloso (supongo que ambos) me pedía que lo descubriera.
No pude ir más allá, pero corrí las cortinas y vi: un patio, macetas con tierra y sin plantas, muchos cuartos, una escalera. Un toldo de lona se inclinaba hacia un costado vencido y casi sin color. Luego otro patio: sillones de madera con almohadones de colores, debajo del alero verde lleno de glicinas.
Una puerta escondida en la ligustrina rechinó al abrirse y me mostró en ese patio la mesa preparada para una cena de verano, luces encendidas, luciérnagas y un mantelito blanco.
Un patio más: por él había caminado muchas veces el padre. Tenía un enrejado en la parte de atrás. Y una parra sin flores, pero con muchas uvas dulces, brillaba en honor a su memoria.
Después, el piso silencioso del patio de la abuela: El crochet sobre la mesita que ella misma había fabricado con carreteles de madera.
A lo lejos sentí que me encontraba con un patio de tierra, sin piso firme, raro. No lo reconocía, pero sabía que era otra parte de mí.
Y comenzaron a abrirse las ventanas, una tras otra. Algunas estrechas otras muy chicas. Por las más grandes entraba un viento fuerte, caliente, como de verano. Y una bruma espesa quebró mi visión.
De pronto una tristeza y una alegría gemelas, que habían crecido conmigo, se despertaron en el cuarto de los niños. No las había tomado nunca en cuenta. Cuando las ví, quise acariciarlas, pero ellas no me conocieron. Habían estado tan guardadas y tan solas.
Me interné en un lugar que sentía seguro pero lejano: dos patios más, enormes, en forma de cruz. Y justo en el centro, en el cruce de caminos, encontré las palabras que leí en el libro que un mago me regaló hace mucho tiempo: “Alicia, en el País de las Maravillas”.
Hoy conozco tu secreto, casa escondida en mi santuario. Me llevaste hacia el lugar desde donde puedo contemplarme. Me dijiste hoy, que soy la otra, o todas juntas. Por vos me descubrí. No sabía que podía hablar sin miedos, sin pedir permiso. Sos mi interior y mi fachada. Hoy te incluyo en mi vida, te descubrí en mi historia. Hoy puedo escribir.

Siembra, siempre

La aldeana salió del cuadro que la contenía hacía trescientos años. Ya era hora de terminar el trabajo que un pintor le había encomendado y ella por tanto tiempo lo iniciaba segundo a segundo, pegada a la tela y al color. El hombre de gran talento había creado para esta mujer un paisaje perfecto.
Liberación: la sembradora comenzó a caminar por un campo de tierra húmeda y oscura. Llevaba una bolsa de tela colgando de un brazo. Y en ella cientos de semillas esperaban el instante dulcemente mágico de caer en la tierra. Con soltura (conociendo su oficio), la sembradora comenzó a arrojar las pepitas que despertando de un eterno sueño iban por fin a germinar. Una lluvia de ellas cayó, y por cada una se formaba un agujero profundo que llegaba casi al centro de la Tierra. En el fondo murieron, y se abrió cada una en dos, y un viento fuerte y caliente que insuflaba el planeta desde sus entrañas, las hizo ser, transformarse y vivir como redondos girasoles de brillantina que miraban siempre al cielo. De cada hoja que rodeaba el centro amarillo un soplo salía al aire claro, que perfumaba el sembrado.
La mujer miró hacía el estático paisaje, y un árbol gigante nacía en el medio: de tronco grueso y erguido crecía y crecía hacia las nubes. Todo producía encanto, porque esas vidas había sido creadas por amor: por amor de la aldeana, por amor de la tierra.
Pero muy lejos, hacia el lado del mar, una tromba de viento y agua helada, giraba como un cono desafiante y casi vivo y corría hacia el campo de girasoles. Imprevistamente la mano del pintor desgranó una pincelada de óleo rojo y espeso en la orilla del mar. El calor de ese fuego derritió el hielo de la tempestad. Fue sorpresivo: las olas de cinco metros se desarmaron y se convirtieron en espuma.
La mujer, que ya había realizado su trabajo tan esperado, su obra creadora más perfecta, pudo junto al maestro volver con felicidad al paisaje al que perteneció siempre. Y supo desde entonces y para la eternidad que no sólo se siembran vientos para recoger tempestades, también se plantan amores para recoger libertades.

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